martes, 4 de octubre de 2016

 
Saludos para vosotros educadores, políticos y padres.

Es tiempo para dejar atrás el paradigma “sabemos lo que necesitan nuestros hijos para

crecer” y volver a la humildad. Incluso, para atreverse a hacernos esta pregunta:
¿Quiénes son los verdaderos educadores: los padres, los maestros y adultos o los

niños, jóvenes e hijos?

Pienso que nuestros hijos son las semillas de nuestra evolución como padres y como

educadores. Nos enseñan en cada momento, especialmente a los padres, dónde están

nuestros límites, en qué circunstancias nos cuesta amar y cuánto nos cuesta confiar. Y

todo esto, nada más nacer.

Curiosamente he encontrado en la biblioteca de mi pueblo un libro en francés de los
años noventas titulado: “El manual para los niños que tienen padres difíciles”. Tiene


una introducción bastante interesante de Françoise Dolto, una gran psiquíatra pionera en

la psicología infantil. Todo el libro está escrito en una perspectiva inversa a la habitual:

habla del role de los niños y de cómo éstos, tienen que apoyarnos a los adultos a crecer

emocional, mental y, sobre todo, afectivamente. Resulta bastante curiosa esta inversión

de roles. Habla, por ejemplo, del niño que tiene que disfrazarse de “tonto” para que su

padre pueda aprender a soltar las expectativas exigentes de que su hijo seguirá la carrera

de médico como las generaciones anteriores.
Nuestros hijos nos muestran dónde no amamos, nuestros puntos débiles, nos


muestran mejor que nadie los patrones que nos enferman y la inconsistencia que

tenemos en nuestra vida entre lo que hacemos y lo que creemos. Nuestros hijos son

nuestros maestros así como también nosotros lo somos para ellos. Si nos sacan de quicio

en algún momento es para que podamos ver la herida que tenemos, para que podamos

ver ese juicio que nos impide extender el amor que fluye en nosotros mismos. También,

para invitarnos a amarnos tal como somos, quitando máscaras, soltando la perfección y

aprendiendo la compasión

Cuando observé y apliqué todo esto en la relación con mi hijo pequeño me di cuenta de

que él me mostraba con su comportamiento algunas facetas del ser humano que me

costaba soportar y en donde existían muchos juicios. Yo que había sido de pequeña una

“niña modelo”, veía delante de mis ojos a mi hijo que, a menudo, no se ponía bien a la

mesa, que hablaba de una forma “inadecuada”, o que hacía el cómico-interesante hasta

responder con desprecio a nuestros intentos educativos. Me imaginé la situación desde

donde mi hijo estaría actuando estos papeles de comportamiento que yo no soportaba y

me di cuenta que se me ofrecía, a través de él, la oportunidad de aprender a amar sin

juicios. Quiero aclarar que amar no significa aceptar todo lo que el otro hace, pero poner

los límites desde la tranquilidad es muy diferente a hacerlo desde la rabia y la

impotencia que nos surge cuando nuestros hijos aprietan el botón de lo “intolerable”.

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El libro también evoca el gran momento de la graduación de los padres, que puede


tardar hasta 20 ó 30 años… ¡Qué paciencia! Esta graduación sería el resultado de
alcanzar dos resultados. De un lado, el adulto ha llegado a amar y apreciarse a si

mismo y a su familia sin ninguna expectativa, de forma incondicional. Del otro lado, el

adulto retoma su vida independiente a la de sus hijos. En resumen, se independiza de


sus hijos. ¿Curioso como concepto, no? Y, sin embargo, a cuántos de nosotros nos gira

la vida alrededor de la de nuestros hijos. En mucho casos, por muchos más años de lo

necesario.

Un niño no podrá estar libre ni a los 3 ni a los 30 años si sus padres les hacen pasar ante

ellos mismos. En muchos casos, los niños sienten esa responsabilidad y se cargan con la

necesidad de hacer felices a sus padres. A mi me gusta utilizar la imagen de lo que nos

dicen en los aviones antes de despegar: si fuera necesario ponerse la máscara de

oxigeno, primero te lo pones tu, el adulto, y luego se la pones al niño.
Nuestros hijos nos imitan, aprenden a través de nuestra forma de vivir y de

relacionarnos. Creo que el mejor regalo que les podemos dar, es seguir nuestros


propios sueños, ser nosotros mismos el centro de nuestra propia vida. Así ellos podrán

ser el centro de su propia vida, sin culpa y con total expansión.

A nivel de nuestro sistema educativo es cierto que el paradigma tradicional de “escucha,

estudia, obedece” está obsoleto. Para sobrevivir, crecer y ser feliz en nuestra sociedad,

necesitamos educar a los niños para que sean creativos, emprendedores, asertivos y

conscientes de sus talentos y enseñarles cómo explotar dichos talentos. En esta visión,
es importante que el sistema de enseñanza apoye a cada niño a potenciar sus dones

y a compartirlos en este mundo. Esta labor la podremos realizar cuando nosotros


como adultos podamos realmente estar tranquilos y sentirnos seguros con los patrones y

las diferencias que nos muestran las nuevas generaciones y cuando aprietan nuestros

botones de “intolerancia o de rigidez”. Mientras defendemos lo nuestro como lo mejor,

poco podremos avanzar y crear un mundo diferente.

Necesitamos corazones y espíritu de guerreros de luz para crear un mundo nuevo,

dejando de lado nuestras “limitaciones personales”. Ha llegado el tiempo de ir más allá

de lo que hemos conocido hasta ahora y, además, de caminar juntos como nunca.
Véronique Batter

Reflexión de una madre.

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